Salud mental en zonas vulnerables y el rol de los programas no estatales
La atención en salud mental suele quedar en un segundo plano, sobre todo en zonas donde las emergencias son otras. Sin embargo, se deben dar respuestas. Un punteo sobre el trabajo de campo que se realiza.

Por fuera de las grandes ciudades y en zonas rurales aisladas, donde la pobreza, la violencia y la desigualdad son parte de una realidad, la salud mental es una urgencia silenciosa, que muchas veces no es vista ni valorada.
Las personas que viven en estos lugares enfrentan una carga emocional profunda, para la cual rara vez encuentra atención adecuada en los sistemas públicos. Es donde los programas no estatales, llevados por organizaciones sociales, fundaciones, ONGs y comunidades religiosas, se convirtieron en un pilar indispensable para atender y contener las necesidades de salud mental.
La salud mental en zonas vulnerables
Los problemas de salud mental en comunidades vulnerables suelen estar relacionadas con el escenario que cuenta, generalmente, con inseguridad alimentaria, desempleo, hacinamiento, violencia doméstica, abuso de sustancias, discriminación y exclusión social. Y en general esta rama del servicio de salud no es aplicada en estos territorios.
Sin embargo, las políticas públicas históricamente priorizaron el tratamiento de enfermedades físicas, dejando la salud mental en un segundo o tercero o cuarto, plano. Según la Organización Panamericana de la Salud (OPS), en América Latina y el Caribe menos del 2% del presupuesto de salud se destina a salud mental, y gran parte de estos fondos se dan a hospitales psiquiátricos, con poca inversión en servicios comunitarios.
Pero luego de la pandemia de COVID-19 este escenario se incrementó. El aislamiento, la pérdida de empleos y el duelo colectivo acrecentaron este malestar emocional, especialmente en barrios precarios.
Este escenario que se presentó de imprevisto en todo el mundo se dejó en evidencia la falta de infraestructura institucional para responder a este tipo de crisis, con una necesidad de enfoques más integrales y descentralizados.
Ante una escasa respuesta estatal, múltiples organizaciones de la sociedad civil tomaron la iniciativa para dar soluciones. Algunas de estas entidades nacen del activismo comunitario mientras que otras operan desde modelos profesionales, financiadas por donantes internacionales, universidades o cooperación técnica.
Lo común entre todas ellas es su compromiso con una atención cercana, culturalmente adecuada y accesible incluso para quienes desconfían de los sistemas de salud tradicionales.
En Buenos Aires, por ejemplo, la organización Andamio trabaja en villas urbanas ofreciendo talleres de expresión emocional para jóvenes y mujeres víctimas de violencia. En Bolivia, un programa coordinado por la Fundación Acción Solidaria implementa espacios de salud mental comunitaria en quechua y aymara, reconociendo el valor de la comunidad indígena en los procesos terapéuticos.
Lo cierto es que uno de los aportes más valiosos de estos programas es su capacidad para repensar las formas de atención frente a un modelo clínico tradicional, que privilegia la consulta individual y el diagnóstico. Muchas iniciativas no estatales se inclinan por dinámicas grupales, espacios de escucha colectiva, círculos de cuidado y redes de acompañamiento entre pares.
El modelo del acompañamiento terapéutico comunitario capacita a referentes locales para brindar contención emocional básica, identificar señales de alarma y derivar a profesionales cuando es necesario. Estos enfoques no solo mejoran el acceso, sino que fortalecen el la relación social en la zona.
Sin embargo, la financiación económica es una de las principales limitaciones que tiene este tipo de programas. Muchas iniciativas funcionan con presupuestos inestables o dependen de donaciones temporales. Además, la falta de articulación con el sistema público puede generar superposición de esfuerzos o discontinuidad en la atención, por lo que es un problema a resolver.
Lo cierto es que la experiencia de son consecuencia de estos programas no estatales brinda lecciones de gran importancia para los Estados siendo que las políticas públicas deberían integrarlos a un sistema de salud mental plural, descentralizado y territorializado.
Por su parte, la OMS promueve el enfoque de “salud mental comunitaria” como alternativa a los sistemas hospitalarios cerrados, y muchos países están avanzando en reformas en esta dirección. Sin embargo, sin financiamiento suficiente ni voluntad política, estos cambios difícilmente llegan a las zonas más vulnerables.
Dejar en claro que la salud mental es un derecho humano, no un privilegio es algo que se debe repetir en todas partes del mundo. Pero sobre todo en zonas donde las urgencias materiales son muchas para atender, siendo que el sufrimiento emocional también es una emergencia.
Los programas no estatales demostraron que es posible llegar donde el Estado no llega, con creatividad, compromiso y cercanía. Pero es importante poder sostenerlo y ampliar esas experiencias, articulándolas con políticas públicas que reconozcan la diversidad de formas de sanar.
Cuidar la salud mental de las comunidades más vulnerables no es solo una tarea sanitaria sino que es una apuesta ética por una sociedad más justa, empática y solidaria.

